Un aporte CIC

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Arte y Cultura

Junto a Neruda con Rimbaud

“A la aurora, armados de una ardiente paciencia,
entraremos a las espléndidas ciudades”.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Antonieta Adams- Talcahuano



CICATRICES


Tomé un cuchillo afilado. Lo deslicé sobre mi muñeca y mi brazo izquierdo repetidas veces, lento pero firme. Un ritual. La mirada perdida era señal de nada, la cara desabrida y vacía no tenía expresión alguna. Cuando se separó la piel de la carne, la sangre comenzó a salir borbotones. Mientras presionaba los labios, mi primer movimiento facial, cerré los ojos y sentí cómo el rojo líquido helado me acariciaba, corría por mi piel y bajaba hasta mis dedos para llegar al fin de su recorrido y caer al vacío desde la punta de mis uñas, despidiéndose sin remordimiento alguno.

Tomé el cuchillo con la otra mano, ensangrentando su mango sin querer, e hice lo mismo con mi otro brazo. Sentí la dulzura del dolor y el beso placentero del ardor que sentía, un beso tan suave… Beso que no sentí de los labios de nadie.

El relajo que experimentó mi cuerpo desnudo mientras la sangre recorría lentamente mis extremidades superiores no es comparable a nada. Alcé las manos al cielo y culpé al altísimo de mis actos. Mis ojos abiertos sintieron la abrasadora mirada del sol. Luego solté el cuchillo y di gracias por sentir que estaba completamente viva en un mundo distinto, sin ligaduras materiales ni nada tangible.

Una sonrisa y una lágrima se dibujaron y quedaron impresas en los rayos solares que las desdibujaban, ignorando esas sumisas demostraciones de felicidad. Cerré los ojos para sentir su calor. Estuve inmóvil varios segundos, me sentía en paz. “De un mundo tangible a algo mejor, más simple”, pensé. Después, con la mente ya en blanco, sólo importaban las sonrisas, las lágrimas, la paz y la sangre.

De pronto sentí que el sol lentamente se desplazó y todo se convirtió en oscuridad. Su mirada calurosa se convirtió en el llanto de las nubes; y estas, en lágrimas que limpiaban mi cuerpo y alma de culpa. Las gloriosas gotas se mezclaban con la sangre a medida que iban callendo y se convirtieron en licor, luego en veneno puro.

El pelo humedecido se me pegaba a la cara.

Mi alma se limitaba a sentir sin pensar y a dejarse llevar por las sensaciones de mis últimos respiros. Saboreé el olor a tierra húmeda, disfruté el sonido de las gotas de agua al chocar en la tierra cuyas caricias eran similares a las del viento en las alas de los ángeles, me estremcí con el murmullo de la sangre entremedio de los dedos de mis pies que celebraba la libertad y escuché el rumor de dulces melodías que jamás han sido tocadas, ni siquiera en esos lugares perfectos que existen en un universo paralelo donde aún los pies no nos pueden llevar, pues sólo lllegan allá las almas grises y esperanzadas en la existencia de algo mejor.

Se acabaron las sensaciones. No más sol, no más lluvia, no más olor a tierra húmeda, no más sonidos dulces ni murmullos ni rumores, ya no queda nada, nada… Nada. Sólo el silencio y un entorno insípido. Abrí los ojos en el silencio ensordecedor, salvo por los latidos de mi corazón, y se tornaron blancos. Respiré profundo y los latidos cesaron. Bajé los brazos y lentamente caí en un profundo sueño del que aún no puedo despertar. Y mientras caía, se apagaba poco a poco la luz de la vida que tan intensamente había sentido en los últimos minutos. Se apagó lentamente, tenuemente, suavemente, hasta llegar a la oscuridad.




El Último Viaje.

Con la sonrisa inocente que hacía menos notorios los golpes, los ojos hinchados y la mugre, jugaba con un tren que tenía la pintura descascarada y muchos muñequitos de añosa madera que con la cara pintada de alegría aplacaban la triste realidad. Sin detenerse a pensar en eso, el pequeño niño sonreía con la ilusión de tiempos más felices que esperaba que llegaran con la magia de la navidad. Los luminosos ojitos minuciosamente pintados a mano se opacaban ante la realidad que observaban a diario desde la repisa ubicada frente a la cama. Cuánto desearon llorar esas caritas artificiales al no poder reparar las injusticias…
Se sentó en el suelo entre los juguetes desparramados. Tomó el tren y lo hizo girar despacito sobre las ruedas a su alrededor una y otra vez. De un momento a otro se llenó de pasajeros alegres. El riel estaba sumido en medio de un extenso campo floreado que se unía en el horizonte a un infinito cielo calipso (ni una sola nube entorpecía la vista). Los rayitos de sol iluminaban la sonrisa y los ojitos que ya por su parte brillaban con luz propia.
Él era un pasajero más, el más chiquitito, quien recibía las atenciones y cariños de todos. Le ofrecían dulces de esos que veía en los mostradores de las tiendas pero que no se atrevía a siquiera imaginar degustarlos, pues el miedo a la reacción violenta que su padre tendría al encontrarlo comiendo esas porquerías lo hacía palidecer. Pero como se había quedado en la estación junto al miedo, saboreaba chocolates, calugas y caramelos de todo tipo, guardando en su bolsillo -el que no estaba roto- los papeles de los más diversos y brillantes colores. Agradecía con la paz de su sonrisa.
De pronto, un ruido de fierros. El tren comenzó a subir… A subir, a subir. Interrumpió la armonía del cielo infinito.
Los pasajeros se asomaban asombrados por las ventanas observando el maravilloso manto multicolor de flores que estaban dejando atrás. El vientecillo que entraba hacía que los ojos grises del pasajero más chiquito se cerraran. La curiosidad y la emoción por lo desconocido crecieron, el corazón latía más rapidito. La brisa lo ahogaba tiernamente y reía… Reía, reía. Reía como en la realidad nunca pudo hacerlo.
Una mano tocó su hombro delicadamente. Abrió los ojos y vio a una mujer vestida de blanco con un halo angelical. Corrió a su regazo, la abrazó fuerte y le pidió que no lo dejara solito de nuevo. Ella lo besaba y abrazaba sólo como una madre lo hace.
Juguetona, se asomó a la ventana y el viento acariciaba su cabellera de seda. Miraba desde afuera a los ojitos lindos que de ella había heredado. Entendiendo la invitación, el niño se arrimó a ella apretando su cintura.
"Uno… Dos… ¡Tres!". Se dejaron caer al vacío embelesados por el aroma a primavera. El tren siguió subiendo hasta perderse mientras caían riendo por las cosquillas que el viento les hizo al penetrar sus ropas y los pájaros acompañaron su vuelo en son de paz mientras cada pluma envidió la blancura que emanaba el amor presente entre la madre y el hijo.
Los pájaros se remontaron hacia las alturas cuando cayeron en medio de las flores para que las mil mariposas que salieron de su escondite les dieran la bienvenida. Rieron durante horas y horas.
Después de ese agotador viaje, el infante se quedó dormido entre la vegetación y los brazos de su madre.
Los muñecos lo miraban conmovidos. No eran capaces de entender el porqué del daño a esa criatura inofensiva que vivía entre la mugre, las telas de araña y la tristeza, mientras él, dormido en el suelo entre los juguetes desparramados, soñaba con la sonrisa de su madre. Lloraban en silencio lágrimas de aserrín.
Entró a la habitación el ogro gordo, maloliente y despeinado, el rey del lugar; atropellando a su paso a cuanto muñeco se le cruzó por el camino, provocando el terror de toda la comunidad de madera. Al verlo, los horrorizados muñecos que estaban más cerca del angelical cuerpecito intentaban cubrirlo y esconderlo, pero sus articulaciones no respondían a sus decisiones. No querían volver a ver la escena macabra y aberrante del día anterior. De los días anteriores.
El ver a su hijo dormido en el suelo fue suficiente para desatar la furia del mounstro, quien ante la mirada atónita de todos los juguetes tomó al niño bruscamente de un brazo. Se despertó inmediatamente con el corazón latiendo a mil por minuto. Su padre le gritó, lo zamarreó y golpeó brutalmente. El llanto y los gritos desgarradores inundaron la habitación de pánico. Los muñequitos no hacían más que intentar moverse, arrancar, desear ser humanos por única vez y hacer justicia por sus propias manos. ¡Qué más podían hacer!
Satisfecho con el ataque y convencido del aprendizaje propinado a su hijo, el cruel y abusador progenitor dio un portazo campante como si nada hubiese sucedido.
El pequeño permaneció unos instantes tirado en el suelo abatido y tiritando, con heridas en el rostro y en la piel de las cuales ni la sangre se atrevía a brotar producto del miedo.
Un silencio abismal se produjo en la habitación. El murmullo de los juguetes se paralizó. La angustia hizo que los muñecos se secaran y lentamente se descascaron sus pinturas de colores.
Con un angustioso quejido se arrastró sobre los juguetes rotos. Se detuvo con lágrimas en los ojos que apenas podía abrir al contemplar el tren partido por la mitad producto de una pisada maldita. El medio de transporte con ida hacia el infinito estaba roto al igual que su corazón que recordaba el último viaje.
Siguió arrastrándose ante la mirada atónita de los muñecos polvorientos de lágrimas hacia la caja de música que se había salvado de los zapatos torturadores. La tomó con las dos manos. Le dio cuerda. La melodía armoniosa que salía de ella interrumpió el silencio y emulsionó el ambiente.
Los juguetes se dejaban caer desmayados de la impresión y la angustia sin poder soportar las imágenes que se veían. El escenario era demasiado escalofriante para ser real. Y mientras la música sonaba, el dulce angelito continuó arrastrándose intentando no manchar con sangre los maderos del suelo y evadiendo las asperezas que pudieran acrecentar el dolor de los moretones que tenía por todo el cuerpo.
Intentó ponerse de pie para recostarse en la cama como correspondía – como su padre lo hubiese querido – y cerró los ojitos bien fuerte. La música calmaba un poco el acelerado corazón.
Tres grises bailarinas un poco neblinosas que iluminaban todo con sus trajes blanco invierno aparecieron danzando por la habitación, tal como la bailarina de porcelana fina que traía la cajita y que sostenía en la mano y apegaba a su pecho. Sus rígidos rostros esquivaban la mirada entre sí para no romper en llanto.
Entre la confusión de lo que parecía un sueño apareció una dama vestida de negro y con la mirada profunda en el umbral de la puerta. Se le acercó moviendo la cabeza de un lado a otro. Los muñecos no entendían que pasaba.
Llegó a la cama del niño que suspiraba al son de la música. Cuando la vio, le preguntó dónde se habían ido las bailarinas. Habían huido para no ser vistas llorando, pero la dama no le respondió. Le puso una mano en la frente para alivianarle la fiebre que tenía de tanto llorar. Luego la puso sobre las heridas para hacerlas menos dolorosas. Acurrucó al niño en sus brazos. Con los ojitos cerrados, murmuró despacio "¿Mamá?" y suspiró por última vez. Lo tapó con su manta y se lo llevó al ritmo de la cajita musical que se había vuelto lúgubre mientras los muñecos juntitos unos con otros, abrazaditos, muertos de pena otra vez caían poco a poco vueltos aserrín.


El enamorado


Con su mejor traje-ese que estaba guardado por años esperando por el momento más especial de su vida- y con su corazón latiendo escandalosamente, se atrevió a hacer algo que quería desde hacía mucho tiempo: por fin se había decidido a pedir la mano de su amada. “Hombre, estás loco”, murmuró el guardia de la morgue con una media sonrisa, moviendo su cabeza de un lado a otro y cerrando el casillero donde estaba la doncella con las manos cruzadas sobre su pecho, mientras su amado creía que estaba en su casa, al lado de la cama donde dormía, con su padre al otro lado de ella tomando sus manos sin anillos, de una manera muy tierna.


Reseña:

Antonieta Adams (Talcahuano, 1987), estudió Pedagogía en Inglés en la Universidad Católica de la Santísima Concepción. Obra: El proyecto Crack: Cuentos grises (2005)

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