Un aporte CIC

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Arte y Cultura

Junto a Neruda con Rimbaud

“A la aurora, armados de una ardiente paciencia,
entraremos a las espléndidas ciudades”.

miércoles, 2 de julio de 2008

FELIPE FUENTEALBA (Nacimiento, 1982)




Un mueble para los libros


Una mañana llegó a visitarme un viejo amigo. Se trataba del poeta Alberto Garmendia. Aunque vivíamos en la misma ciudad no nos veíamos hacía casi un año. Alberto Garmendia se había casado y prácticamente había desaparecido de las calles. Pero, como decía, una mañana volvió. Necesitaba ayuda para construir un mueble para sus libros. Por supuesto acepté.

Primero fuimos a una tienda, compramos madera, clavos y tornillos y luego caminamos hasta su casa. Yo había ido por primera vez hacía mucho y casi no la recordaba. Como estábamos algo cansados nos bebimos un par de cervezas sentados en su sofá. Yo lo miraba beber. A mi lado estaba el gran poeta Alberto Garmendia. A ratos pensaba en los buenos tiempos juntos.

Cuando hubimos acabado con las cervezas nos pusimos manos a la obra. Mi tarea consistía en lijar los bordes de la madera. Mi amigo preparaba los tormillos. En eso estábamos cuando apareció su esposa, Alejandra. Nos saludamos con moderación. Siempre tuve la sospecha de que yo no le agradaba mucho. Alejandra nos pidió que trabajáramos en el patio porque podíamos ensuciar la alfombra y, además, esa noche vendrían sus padres y quería que todo estuviera en orden. Así que nos fuimos al patio.

Trabajamos una media hora y luego mi gran amigo fue por más cervezas. Conversamos bajo la sombra de un manzano que ya comenzaba a dar frutos. Realmente la casa y el patio hacían un juego hermoso. Le pregunté a Alberto cómo iba su poesía (aunque yo sabía, porque me lo habían comentado, que ya no escribía) Me respondió que más o menos. Me dijo que con el trabajo le quedaba poco tiempo pero que pronto pensaba retomar la poesía. Ah, le dije. Luego me puse a hablar de los últimos libros que había leído y de las novelas que tenía en mente. Mi amigo se reía y me daba ánimos. A pesar de que él era lejos el mejor poeta que había conocido, mantenía siempre una fe irracional en mí. Y yo jamás había publicado.

El mueble lo acabamos un poco después del mediodía. Sólo nos restaba entrarlo a la casa y acomodarlo en el living. Decidimos descansar un poco para comer. Alberto entró a la cocina y demoró. A ratos escuché voces, o quizás débiles gritos venir de la casa pero no le di importancia. Unos veinte minutos después regresó con más cerveza en la mano. Me dijo que bebiéramos un rato hasta que Alejandra preparara algo de comida. Así que volvimos a beber y a hablar. Comenzaba a hacer calor. Alberto y yo éramos viejos amigos y yo me sentía a gusto ayudándolo y conversando con él en su patio.

Divagamos un rato. Yo seguí con lo de los libros pero él pareció aburrirse así que lo dejé llevar la iniciativa. Me habló de su trabajo. Mi amigo Alberto era, es, profesor de literatura. Me relató algunas anécdotas de sus alumnos (recuerdo una en la que dos alumnos suyos llegaron ebrios a su clase y tuvo que delatarlos con el director). Me dijo que tres de sus alumnas estaban embarazadas. Yo sonreía. De pronto el rostro de mi amigo cambió. Fue como si la piel se le hubiera congelado y sólo pudiera controlar el movimiento de sus ojos. Me dijo que me tenía que contar algo. ¿Qué ocurre Alberto?, dije, mientras buscaba en su mirada un rastro de calor. Hubo un pequeño silencio. Alejandra está embrazada, dijo. Yo, es evidente, lo felicité, le dije que me alegraba muchísimo por ellos. Pero en Alberto no pude encontrar signos de orgullo o de algo parecido. Finalmente, después de dar un buen sorbo a su lata de cerveza, pareció volver a este mundo. Sí, continuó, va a ser un bebé hermoso, lo único molesto, es que voy a tener que trabajar horas extras para pagar el hospital y comprarle ropa y una cuna, tu sabes, me dijo. Sí sé, respondí. Ya eran casi las dos de la tarde y yo sudaba como un loco, debido al calor. En ese momento apareció Alejandra en la puerta de la casa y nos llamó a comer. Yo miré con disimulo su barriga pero no la noté extraña.

La mesa estaba servida. Había ensaladas (lechugas, betarragas y tomates) abundante pan, jugo de durazno y un plato de lentejas. Nos sentamos uno frente al otro. Antes de que yo comentara algo, Alberto me advirtió que Alejandra no comería con nosotros ya que estaba cocinando un salmón al horno para la cena de esa noche con sus padres. Ah, le dije. La verdad es que comimos con apetito. Todo sabía muy bien. A ratos yo levantaba la vista del plato y miraba a mi amigo Alberto comer con celeridad y concentrado. Luego intentaba imaginar a Alejandra sentada junto al horno, mirando cada cinco minutos el salmón y acariciándose la barriga. No miento cuando aseguro que me sentía un poco extraño. Luego de las lentejas, Alberto fue en busca de helado. Le agregamos una salsa de chocolate que venía en un frasco rojizo y que había que calentar antes de comer. Por supuesto, yo nunca había visto algo así. De todos modos tenía buen sabor. Después de ese postre, Alberto volvió con más cervezas y nuestra conversación se reanimó. Comenzó a decir que preparaba el gran poema chileno del siglo XXI. Dijo que la vida en familia le había proporcionado una nueva perspectiva. Yo lo animé a que lo escribiera. Con la segunda lata de cerveza el clima se enrareció. Habló de su trabajo. De lo poco que le pagaban. Afirmó que el gobierno no valoraba a sus profesores. Así no se puede construir una familia, agregó. Recuerdo que eran cerca de las cuatro de la tarde y el calor arreciaba. A ratos yo miraba hacia el patio buscando el mueble y siempre lo veía en su lugar. Pensaba que si la próxima vez que mirara, el mueble no estaba, tendríamos que salir a buscarlo. Pero nada ocurrió. Frente a mí estaba uno de los grandes poetas vivos y yo comenzaba a no sentirme cómodo. Nos bebimos una tercera cerveza pero esta vez ambos estuvimos como encerrados en un silencio propio. Me levanté de la mesa y le dije a Alberto que necesitaba ocupar el baño. Me dio unas indicaciones: al fondo, luego de la cocina, allí está, dijo. El pasillo no era extenso. Al pasar por la cocina giré la vista buscando a Alejandra. En efecto, allí estaba intentando sacar del horno una bandeja de vidrio en la que, imaginé, estaba el salmón de esa noche. Me detuve unos segundos. Alejandra se inclinaba con esfuerzo, demasiado quizás. Tomó la bandeja de los bordes. Llevaba unos guantes para no quemarse. Sin embargo, algo anduvo mal. Al tirar hacia fuera, los guantes resbalaron de la bandeja, y ésta cayó al suelo rompiéndose como se rompe el vidrio. El salmón quedó esparcido por toda la cocina. El rostro de Alejandra se tornó rojo y al instante se sentó en el suelo y comenzó a llorar. Primero lentamente, como si estuviera susurrando un secreto, y luego con gemidos entrecortados. A ratos dejaba escapar unas palabras que no logré entender. Del comedor vino un grito. Era Alberto. Preguntaba qué había ocurrido. Al escuchar, Alejandra levantó la cabeza y, con los ojos hinchados por las lágrimas, me descubrió. Ambos mantuvimos la mirada. Ella sin pestañear, contestó en voz alta. ¡Nada, mi amor, no te preocupes! Supe entonces que debía moverme. Apartando la mirada de Alejandra, seguí por el pasillo hacia el baño. Ya ni siquiera recordaba a qué iba. Me miré en el espejo. Pensé en mis veintisiete años y en los libros que quería escribir. Pensé en mi amigo Alberto Garmendia. Intente recordar su edad pero no pude. Alguna vez supe, me dije, la edad de Alberto, pero hoy la he olvidado. Noté que el espejo era a la vez la tapa de un cajón. Tiré de él hacia atrás y lo abrí dejando al descubierto una especie de botiquín. Allí había jarabes, aspirinas, vendas, alcohol, una jeringa sellada y unas pastillas anticonceptivas. Lo cerré, me miré por última vez al espejo y salí del baño. Al ir por el pasillo no miré hacia la cocina.

Después de una cerveza más, Alberto y yo decidimos salir al patio y entrar el mueble. No demoramos mucho. El mueble quedó en el living junto al televisor. Alejandra no volvió a aparecer. Alberto me invitó otra cerveza pero me rehusé. Le dije que debía irme pronto, que tenía cosas que hacer. De todos modos, él se sirvió una.

Nos despedimos frente a la puerta de su casa. Al salir, Alberto le gritó a Alejandra para avisarle que yo me iba. Ella gritó de vuelta diciendo: ¡Adiós Daniel! Antes de marcharme, Alberto dijo que iba necesitar ayuda para ordenar y clasificar sus libros en el nuevo mueble. Yo le dije que me llamara cuando quisiera. Eso hace seis meses.

No he vuelto a ver a Alberto ni he recibido su llamada. Marco su número pero una voz femenina me dice que ese número está fuera de servicio. Hace una semana fui hasta su casa, llegué a la cerca del jardín pero no me atreví a golpear. Me consolé pensando en que cuando nazca su hijo o hija, me llamará para avisarme. Tendré que esperar, me dije. Y en eso estoy.


Reseña

FELIPE FUENTEALBA (Nacimiento, 1982)


Fue premiado con el 2º Lugar en Concurso de Minicuentos, Revista Litterae, Concepción, enero de 2006. Elegido como poeta antologado para la publicación En la Bella Esquina del Poema, Concepción, junio de 2006. Obtuvo el 1º Lugar Concurso de Cuentos Revista Ciudad Invisible, Valparaíso, junio de 2007. Además, ganó una Mención Honrosa en Concurso Literario “De Ideas y Palabras: Poesía y Narrativas Juveniles”, en categoría cuento. Concepción, septiembre de 2007.
Entre sus actividades literarias se cuenta como Integrante del grupo poético Grillo de Papel de Concepción y del movimiento artístico nacional Ultranovismo, a partir de agosto de 2007.

Fuente:

http://www2.udec.cl/~litterae/felipe.html

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